
El doctor Volodymyr conoce cada calle, cada casa, cada puerta de su comunidad. Lleva 32 años trabajando aquí, desde que terminó la universidad. “Es mi hogar. Mis pacientes están aquí. Mi familia está aquí. Mis familiares están enterrados aquí”, dice. Cuando se le menciona a sus pacientes, sonríe con orgullo.
Cuando habla de ellos, una sonrisa se dibuja en su rostro, cálida y orgullosa. Cuando se le pregunta por qué es importante para él quedarse, frunce el ceño con una leve sorpresa, como si la pregunta fuera innecesaria. No son “pacientes”, dice. Son sus vecinos.
Vive a solo un kilómetro de la clínica. Eso significa que está siempre cerca para atender una urgencia, pero también significa que está siempre cerca del peligro. Cada martes, atraviesa un camino que otros evitarían, para llegar al ambulatorio de Ternuvate. Allí atiende a una población de casi 3 000 personas, incluidas 400 que huyeron de sus hogares.
A 25 kilómetros de la línea del frente, en la región de Zaporizhzhia, la guerra está siempre presente. La guerra se siente en cada rincón; los bombardeos, las rutas inseguras, el temor a que la zona sea ocupada. Y ahora, con el invierno acercándose, otro enemigo se suma, el frío. Las ventanas del centro están rotas. Sin reparación urgente, será imposible trabajar en él cuando las temperaturas caigan drásticamente.
“Es terrible”, reconoce con calma. Pero no hay en su voz resignación, sino una certeza tranquila: seguirá allí. Porque en medio de la guerra, su lugar sigue estando junto a sus vecinos.
“El frío puede ser tan letal como las heridas”, explica. Aun así, no piensa marcharse. Su compromiso es tan firme como el vínculo con su comunidad.
Su historia es un recordatorio de que, incluso en las zonas más golpeadas por la guerra, la resiliencia de una persona puede sostener la esperanza de miles. Con apoyo como el de la ayuda humanitaria Europea, ese compromiso puede convertirse en vida.

El doctor Volodymyr en el ambulatorio de Ternuvate.